La primera línea de ferrocarril instalada en España fue un sus colonias; se trató de la línea Güines-La Habana (1837), en Cuba. En la Península Ibérica, fue la línea Barcelona-Mataró (1848), a la que siguió la línea Madrid-Aranjuez (1851). La construcción y la explotación de los ferrocarriles se dejó a la iniciativa privada mediante la Ley General de Ferrocarriles, de 1855, que establecía facilidades y auxilios por parte del gobierno a las empresas inversoras para favorecer su rápida construcción. De este modo, en 1876 la red ascendía a 6000 km, y, y entre 1876 y 1895, llegó casi a duplicarse.
El gobierno de Cánovas del Castillo promulgo una nueva Ley de Ferrocarriles en 1877, cuyo objetivo era paliar los desequilibrios territoriales impulsando el tendido de líneas transversales y periféricas. Durante este periodo se construyeron los ferrocarriles de vía estrecha, al servicio de la comunicación comarcal de viajeros, entre otros fines, y se crearon pequeñas empresas ferroviarias.
La inversión de capital extranjero, especialmente francés y belga, en la construcción de la red se mantuvo superior al capital nacional (la aportación extranjera ascendía al 60%). Con el cambio de siglo se produjo una modernización en el sector, gracias a la implantación de los ferrocarriles suburbanos y tranvías, y a la instalación de las primeras líneas electrificadas.
El impacto del ferrocarril de la economía española fue muy grande. Una de sus manifiestas consecuencias fue la desaparición de las importantes diferencias regionales de los precios agrícolas.
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